De niños todos somos desacomplejadamente obsesivos. Mi monotema eran los bichos. Era el típico crío que te regalaba datos no solicitados sobre insectos, arácnidos y microalimañas en general. Descubrir un escarabajo o un caballito del diablo era como avistar una celebridad. Una mantis era una aparición mariana. Así que podéis imaginaros por qué un tebeo como El castillo de Arena (B, 1993) me entró por los ojos.
A mis doce años, mi relación con la obra de Jan (Toral de los Vados, 1939) no era quizá de fanatismo tan incondicional como ahora, pero empezaba a serlo. Además de la obligada devoción a los clásicos de la era Bruguera (1981–86), la arquitectura del Hotel Pánico (1991) ya estaba instalada en mi cerebro para toda la vida. Artísticamente, ya le había copiado muchas cosas (sus bocadillos, por ejemplo: aún me entusiasman), pero no estaba al corriente de toda su bibliografía: lo último que me había llegado, vía revistas, era un episodio suelto de El tesoro del ciuacoatl (1992). En general, Superlópez me interesaba, me gustaba... pero aún no me pasmaba.
Quizá El castillo de arena fue el largo que me convirtió. De entrada, porque parecía hecho para mí: ¿un tebeo de darse tortas con insectos gigantes, dibujados con ese gracejo y meticulosidad del Jan de los 90? Tome mi semanada, señor kiosquero. Pero más que la historia o el dibujo, en este tebeo destaca la dirección. En cine, diríamos que El castillo es un álbum de autor. La sinopsis "una aventura con mensaje anti-nucleares y matones artrópodos radioactivos", aunque veraz, no le hace justicia; Hergé o Franquin podrían ejecutar tal premisa, pero ninguno lo haría con el tempo o el lirismo de Jan. No seré el primero en escribir sobre este álbum en concreto, pero tampoco voy a leer lo que han escrito mis predecesores: si creo tener argumentos ya mismo, no necesito contrastarlos.
Resumo la trama: el ataque en Barcelona de un escorpión gigante, escapado del laboratorio del profesor Escariano Avieso, lleva a Superlópez a investigar una instalación de almacenaje de desechos radiactivos en Djebana, norte de África. Pronto descubrimos que, tras una serie de incidentes inexplicables, las autoridades han perdido control sobre la instalación sita en la remota Rud Báalak. Superlópez se adentra en el desierto, plagado de fauna mutante, para descubrir al misterioso ente en el epicentro de la infección antes de que esta se expanda por todo el planeta.
Hay muchos componentes familiares en esta historia, comunes a otros tantos álbumes de Superlópez: la aventura en un paisaje exótico, la conciencia ecologista, la sátira al poder (en la figura del emir de Djebana, Si Bey, politicastro más preocupado por sus cofres que por dilemas morales)... El mismo estado de Djebana ("excolonia claustrobúlgara") recuerda a Tontecarlo, otro país inventado pero creíble de la geografía lopezesca (véase En el país de los juegos, 1988). Todos esos ingredientes están ahí, mezclados con la maestría habitual del Jan de circa-1990. Podría incluso criticarse que el nudo es un tanto formulaico: los obstáculos, en forma de bichos gigantes, son casi siempre superados con más fuerza que maña. (También el enemigo final, hasta cierto punto.) Quien quiera ver El castillo como una mera sucesión de peleas poco emocionantes, puede verlo. Se equivoca, pero puede.
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Página 1. Cinco viñetas mudas. |
Y es que, aunque la historia es particularmente rica en mamporros, está lejísimos de ser frenética. Estamos ante un cómic pausado, dilatado como el desierto. Aventura y tortas a mansalva, sí, pero que la adrenalina no nos impida ver las dunas. Me recuerda a otro álbum que más tarde aprendí a amar, Los cerditos de Camprodón (1990), el grueso del cual es una trepidante persecución por carretera y, sin embargo, cada viñeta da ganas de acurrucarse a dormir en un arcén o la plaza de un pueblo. El desierto de Djebana es igual: irónicamente, transmite paz. ¡Qué guía extraordinario es Superlópez, qué pedazo de anfitrión es Jan, que te lleva a un erial lleno de monstruos invertebrados y te apetece quedarte!
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Postales de Kbar, capital de Djebana. |
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Detalles de la arquitectura djebanesa. |
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Primera aparición de la hormiga turras. My people. |
Pero no todos los bichos son tan maleables. Cierta hormiga, por ejemplo, una vez crece lo bastante para sostener un libro, aprende a leer. Cuando Superlópez la conoce, en un poblado bereber, la meticulosa obrera atesora libros y snacks radioactivos, y salpica su discurso con versos de Cernuda o Guillén. Pronto se convierte en compañera de caminatas de Súper, y en uno de los secundarios más memorables de Jan. Reaparece incluso en álbumes posteriores ("La trilogía de Lady Araña", 1999-2000), siempre anónima. A ver, es una simpática hormiga gigante vestida de monje y que pega unas chapas tremendas. Con semejante perfil, quién necesita nombre. Para distinguirla de qué.
Todo el misterio en torno a la corrupción en el centro del desierto se resuelve en un tercer acto brillante. La revelación del castillo de arena titular está a la altura del lento crescendo. Cemento y acero han sucumbido a la arena, en polvo o cristalizada. Su arquitectura desconcertante responde a los sueños perversos de un insecto mutante desaforado. Hay sublimes vistazos a los procesos mentales de este ente, como el hecho de que el patrón geométrico de un azulejo inspirase, aparentemente, el plan general de su fortaleza. Por otro lado, el ente no habla, no se comunica: sigue siendo un insecto. Sus motivaciones, simplísimas. Su voracidad, infinita.
Quizá eso le haga contrastar aún más con el otro bando, el de un Superlópez expeditivo pero también maduro, concienciado, listo, y el de una hormiga rica en sabiduría pero pobre en amigos, una víctima más de la polución nuclear. La humanidad de ambos, sus sinos, hace de esta una historia extrañamente contemplativa. El desierto como símbolo de la soledad de los héroes.
Estábamos poco acostumbrados a que un álbum Olé nos hiciera pensar tanto. Temo que es por eso que esta época de Superlópez se compara negativamente a la de Los cabecicubos o La caja de Pandora. Álbumes excelentísimos, sí, pero no tan alejados de lo que habíamos aprendido a esperar de su editorial. Esperábamos humor y batacazos, siempre. Arte, a veces. Muy de vez en cuando, enseñanzas y valores. No esperábamos, en ningún caso, poesía.
Jan nos lo dio todo. Qué privilegio, crecer leyéndole.